martes, 21 de septiembre de 2010

Requiescat in pace


He de admitir que hasta este fin de semana no conocía demasiado de la figura de José Antonio Labordeta. Evidentemente, conocía su paso por el Parlamento, también algunas de sus intervenciones ya míticas. Pero nunca leí ninguno de sus libros, ni le escuché cantar o recitar (más allá de, quizá, algunos fragmentos aislados, o tal vez ni eso, no lo podría asegurar), tampoco me enganché nunca a "Un país en la mochila", aunque esto me parece ahora inexplicable y creo, aún más, que habré de solucionarlo en fechas próximas.

Quiero decir con ello que mi conocimiento del político, del poeta, del cantautor, del hombre que fue Labordeta era (y en realidad sigue siendo) bastante limitado. No sé si coincido con las que fueron sus opiniones, no sé si sus versos son capaces de despertar mis emociones, no se si su persona, su carácter, despierta mi simpatía o mi complicidad.

Lo que sí sé es lo que he visto y oído a lo largo de estos últimos días: a mucha gente que tampoco lo conocía personalmente, gente anónima, hablando de él sin poder evitar emocionarse, reuniéndose para cantar sus canciones, alabando su cercanía, su sencillez, el hecho de que siempre fuera uno más, su implicación como político, el único político en el que, según parece, muchas personas, muchos aragoneses, han sido capaces no sólo de creer sino hasta de confiar a ciegas. Y, la verdad, todo ello me ha hecho emocionarme un poco a mí también.

He visto también algunas imágenes sueltas de "Un país en la mochila", y he creído ver a un hombre humilde, amable, respetuoso con todos, enamorado de cada rincón de este país (hay que estarlo para recorrerlo durante 7 años) y de sus gentes. He oído las cifras de la actividad que desarrolló durante sus 8 años de parlamentario, el número de propuestas que elevó, de intervenciones que realizó; cifras que a buen seguro harían sonrojarse a más de un diputado de esos que en 8 de cada 10 sesiones ni siquiera se dignan a aparecer por el hemiciclo. No, bien pensado seguramente no se sonrojarían, aunque motivos desde luego no les faltasen.

Sin conocer, como digo, mucho del señor Labordeta, todo lo que he visto me hace pensar que debía de ser una bellísima persona. Es sólo una sensación. La misma que tuve cuando falleció Miguel Delibes, cuando se nos fue Andrés Montes. Acciones, actitudes e ideas, aciertos y fallos, influencia, relevancia, son cosas sobre las que se puede opinar y debatir, que se pueden valorar en uno u otro sentido, sobre las que se puede discrepar. Pero el cariño espontáneo de la gente de la calle es como ese algodón que nunca engaña, no se puede contener ni rebatir ni, por supuesto, forzar o falsear. Es la prueba irrefutable de que quien nos ha dejado este fin de semana era, sin duda, uno de los grandes. Descanse en paz y, allá donde esté, siéntase bien orgulloso de lo que ha conseguido.

Me gustaría acabar esta entrada aquí, pero lamentablemente no puedo resistirme a comentar, con infinita tristeza, aún una cosa más. Como ya he dicho, es evidente que las ideas y posiciones de cualquier persona son opinables y criticables. En las ediciones digitales de los principales periódicos nacionales, muchos internautas anónimos han dejado sus comentarios en relación con la muerte de Labordeta. En algunas de estas reseñas aparecen críticas a sus ideas políticas, marcadamente de izquierdas, a su postura en relación con asuntos como el trasvase del Ebro. Uno podría argüir que no son estas las circunstancias más adecuadas para lanzar ciertas críticas, pero mientras se haga de un modo educado y respetuoso con la figura del difunto, creo que es innegable el derecho de cualquiera a expresar las propias discrepancias. Sin embargo, lamentablemente, también he encontrado (y no uno ni dos) comentarios abusivos, ofensivos, con insultos y descalificaciones que desde luego no son de rigor. A los que han hecho este tipo de comentarios, aunque ninguno de ellos llegue jamás a leerme, les pediría que la próxima vez se hagan un favor a sí mismos y también a todos los demás y se lo piensen durante 10 segundos antes de escribir. Hay que ser muy insensible o tener muchísimo odio dentro (y, objetivamente, no estamos hablando de un personaje tan controvertido como para haberse hecho acreedor a tanta inquina) para no darse cuenta de lo inadecuado de algunas actitudes. Y eso me produce bastante desazón. Y hasta me da un poco de miedo.

Emoción y esperanza ante algunas, la mayoría, de las reacciones. Desilusión y tristeza ante algunas otras. Respeto, admiración y cariño hacia alguien que, como ha quedado demostrado en estos últimos días, ha sabido ganárselos a lo largo de toda una vida.





miércoles, 15 de septiembre de 2010


Hay decisiones que nos llevan al borde del abismo, hay decisiones que nunca debimos tomar, hay días que mejor habríamos hecho no levantándonos de la cama, o no acostándonos el día anterior, o emborrachándonos hasta perder la conciencia o, como mal menor, cosiéndonos los labios con hilo de nailon, con una doble fila de grapas para mayor seguridad. Hay decisiones que lo cambian todo, decisiones opacas que se disfrazan de niebla pesada y gris que cae y te envuelve y te desampara y te aísla y te desespera porque nada puedes ver a través de ella, porque nada puedes ver a través de ellas aunque te dejes los ojos tratando de vislumbrar la naturaleza de lo que detrás de ellas se esconde, intentando adivinar si será mejor o peor que lo que la última decisión trajo consigo, que lo que ahora tienes, que lo que podrías tener si no pronunciaras esas palabras que tal vez mejor harías en no pronunciar pero que ya asoman por la comisura de los labios, a punto de cristalizar y cobrar forma, su camino franco y expedito (dónde está el nailon, qué pasa con las grapas), decisiones que en una fracción de segundo viajan desde el cerebro propio hasta la boca propia, que la abandonan y atraviesan raudas el espacio que las separa de los oídos ajenos, el espacio que separa, tal vez ya para siempre, dos bocas o dos manos o simplemente dos realidades, un pasado y un futuro, que hasta ese momento habían sido una, continuidad hecha trizas por una decisión que nos hace abandonar un camino para tomar otro, a menudo sinuoso, con consecuencias inesperadas que esperan pacientemente a la vuelta de una esquina que nuestra vista no llega siquiera a atisbar.

No quiero tomar más decisiones. Quiero convertirme en un tronco que flota en un río y dejar simplemente que mi vida vaya a la deriva o que la dirijan otros o el destino (si tal cosa existe) o la suerte o el infortunio o el Pato Lucas o el primer voluntario que dé un paso al frente o no dé uno hacia atrás. No quiero responsabilidad alguna, no quiero cargar con el peso de las cosas que me pasen, que te pasen, quiero no ser la causa de que pasen o no pasen, no quiero asumir mis errores, ni me interesa en absoluto adjudicarme mis aciertos. Sólo quiero no pensar, no quiero pensar más, quiero dormir un sueño infinito, despertarme y descubrir que la vida sigue su curso aunque yo no haga ningún esfuerzo por dirigir mis pasos hacia algún lugar al que no sé por qué habría de querer ir. Quiero relajarme, y olvidarme, y perdonarme, y buscarme y encontrarme. Y quiero no tener que volver a hacerlo. Y no hacerte(me) sufrir más.


Y dejar de sentirme culpable si
no
me siento feliz.


Tampoco es tanto pedir.


¿No?


Audio: Rocketship by Kathy McCarty
Foto: Executive decision maker by jovike